Debería estar claro a estas alturas que la libertad de los padres para elegir la educación
de sus hijos no puede ser irrestricta, sino, además de limitada por las leyes,
condicionada por el derecho de los hijos a escoger sus propias opciones morales,
religiosas e ideológicas. Este es el verdadero reto: lograr una educación plural y libre para todos,
más allá del mercado y del interés y la ideología de unos pocos. La cuestión es cómo.
Una opción – deseable para defensores más serios de la concertada – sería que el Estado
financiase todo tipo de proyectos educativos de iniciativa social (mejor que empresarial)
procurando fomentar la mayor diversidad posible entre ellos (evitando monopolios ideológicos)
y dentro de un marco legal común. Lo malo de esta opción es que produce “guetos”
culturales que resulta difícil integrar luego en la comunidad.
Por ello, más que ofrecer alternativas educativas y morales en escuelas distintas,
se trataría de ofertar esa diversidad en la misma escuela pública.
Articular una sociedad plural es difícil sin una experiencia formativa común en la que,
a la vez que se oferta todo lo que las familias pueden demandar,
se dota a los alumnos de la suficiente capacidad reflexiva, argumentativa y ética para
adoptar sus propios valores e ideas y tolerar, críticamente, las de los demás.
Formar en la diversidad, la convivencia y la capacidad para construir un sistema de valores propio
son los ingredientes fundamentales de una educación libre y democrática.
Algo que requiere de una escuela pública fuerte, bien financiada y al alcance de todos.
Pero también de una apuesta decidida por aquellas materias que más directamente fomentan el diálogo,
el pensamiento crítico y la autonomía moral; algo que viene al pelo reivindicar hoy,
víspera del día con el que la UNESCO recuerda que la Filosofía es la piedra angular
de todo sistema educativo que aspire, de verdad, a respetar la pluralidad ideológica.